domingo, 8 de abril de 2012

Los amigos

13.No hay un acto más voluntario que la lectura, ni otro más involuntario que la muerte. Sin embargo, tengo amigos que ya no están en este mundo, que nunca he conocido en su forma física, que vivieron en países lejanos en épocas remotas, pero leo sus libros y los admiro y mi vida sería menos vida sin ellos y ese es el legado de los muertos, que, de modos misteriosos, nos donan vida a través de los libros.

martes, 3 de abril de 2012

El cuaderno blanco de papá

 

Doce. Este es el cuaderno blanco de papá, no hay una sola palabra escrita por él, aunque las primeras hojas están sucias, tienen manchas de barro, manchas de algo; demuestra que estuvo expuesto a la intemperie, y que no era para mi padre un objeto muerto. No, papá quería este cuaderno, quería escribir en él, lo llevaba consigo, no estaba guardado en un cajón, paseaba con el cuaderno en el parque, lo dejaba en la mesa, al rayo del sol o bajo la sombra. Iba con su cuaderno blanco de aquí para allá, por si algo lo asaltaba, por si sus manos dejaban de temblar, por si un relámpago estallaba. Pero no. El cuaderno quedó en blanco.
Luego de recoger sus cosas en el geriátrico lo descubrí dentro de una bolsa junto a sus libros. Lo abrí dispuesto a encontrarme con un tesoro, sus reflexiones, el velo descorrido de sus pensamientos ante los días penumbrosos que antecedieron al fin. Pero solo vi el blanco y la suciedad de las primeras hojas.
No estoy triste, no estoy como esperaba. Incluso hay momentos en que me descubro iluminado por una extraña felicidad con lágrimas que se resisten a salir. No sé que fue, qué es, cómo debería ser. Sé apenas que me asombró tocar su frente fría y lo pequeño, lo diminuto que me parecía su cuerpo en el cajón. Su cara, en cambio, era toda una carota algo hinchada y me costó reconocerlo ante la blancura del maquillaje, los polvos. Tenía el bigote algo crecido, pelos en las orejas –siempre me asombró que no descubriera lo importante de quitarse los pelos de las orejas –. Pero su cuerpo de cien kilos, y metro ochenta se había encogido. Papá muerto parecía un enano seco, sin jugo, solo su gran cabeza de abuelo sepia, su cara de foto antigua.
No puedo decir que me disgustó algo en particular: sí el frío de su frente. Sin embargo, al momento de retirarlo de la sala mortuoria, le di un beso en la mejilla, impulsado por una ternura nueva. Comenzaba a sentir a mi padre de un modo distinto: la ternura de su recuerdo. Una fuente de pensamientos nuevos pugnaba por abrirse camino entre las frases hechas, las fórmulas, las repeticiones que uno no puede sortear en estas circunstancias. Pero había algo más grande detrás de los saludos, las conversaciones breves y sentidas o no, aires frescos que necesitaban ser lanzados al espacio exterior.
Y luego vi el cuaderno y pensé que papá hizo un esfuerzo tardío por escribir en él y que no pudo. Había escrito mucho, no sé que habrá sido ahora de sus otros cuadernos, que leí de manera fragmentaria. Pero no los cambiaría por este cuaderno sin escritura. No puedo saber que hubiera escrito él, tal vez comprendió que no hay palabras, que al fin las palabras son una herramienta humana y él, que lloró mucho los dos últimos días, comprendió que se acercaba al silencio y que si hay algo que no admite el silencio, son palabras.
El gran, gran silencio estaba ante sus ojos y sus ojos lloraban. Entonces pronunciaba algunas quejas: que se iba a quedar ciego, que ya no podía leer, que no podría caminar. Todo eso decía, pero no decía: voy a morir mañana o quizá esta noche. Seguía hablando de futuros hipotéticos: tendré que aprender braille, decía. Él, que hacía años que no tenía paciencia para aprender nada. Y sin embargo lloraba y ahora pienso que ese llanto ante sus hijos era su propio duelo, que se estaba llorando: papá se lloraba, papá se despedía así de su forma humana, que se extinguía inevitablemente.
Dónde te encontraré, papá. Estoy seguro que habrá lugares donde podré visitarte. No diré en mi corazón, no lo diré, pero es lo que digo dando vueltas.
No me gustó como te fuiste. Te quiero. Sí, en mi corazón. Seré tu capullo. Te protegeré de mi olvido. Y seré yo y seré vos, tu cuaderno blanco, el que ahora escribo, mi vida.

lunes, 2 de abril de 2012

La sangre

11. Hace años comencé una novela de vampiros que titulé provisoriamente Mudanza de un escritor. Contemporánea, realista. Aunque "película de vampiros realista" suene a oxímoron, siento que en el mito de los nosferatus hay un intento muy verosímil de entablar un diálogo con algo de nosotros mismos, ligado al deseo siempre insatisfecho de sumar vidas a nuestra vida. Escribí decenas de páginas con entusiasmo, hasta que me fui metiendo en berenjenales, la historia se torció, cada página me costaba un mundo y entonces llegó el tsunami de chupasangres crepusculares (libros, películas) y me fugué hacia otros proyectos. Uno de esos proyectos fue, oh casualidad, el pedido de una editora para escribir una versión del admirable Drácula, de Bram Stoker para adolescentes. Leer –y versionar – esa gran novela no me ayudó en nada a continuar con la mía, más bien la detuvo casi del todo. Entonces vino el golpe de gracia: el talentoso Pablo De Santis publicó Los anticuarios, otra de vampiros; y eso terminó por posponer indefinidamente mi Mudanza
Las cosas pueden cambiar.
Esta tarde de lunes feriado me vi tres películas de vampiros.
Si un día concluyo mi novela, se lo deberé en parte al mismo De Santis: en una columna del 17 de marzo del 2012, en la revista Ñ elogia al pasar a  una "maravillosa película de vampiros conocida (o más bien ignorada) entre nosotros como Criatura de la noche.” Y aclara que la película fue dirigida por el sueco  Tomas Alfredson. Investigué un poco. La película está basada en una novela del escritor y también sueco John Ajvide Lindqvist  y hay una –cuando no – remake norteamericana que conserva, para nosotros, el nombre de la novela: Déjame entrar.
Al día siguiente fui a la feria de Plaza Italia y por puro azar escuché a un librero hablar apasionadamente y casi a los gritos –ante un cliente con cara de querer rajarse – sobre vampiros (nótese, de paso, que la novela de De Santis trata de vampiros libreros). El hombre es un experto al punto que se le cae la baba hablando maravillas, ante mi consulta, de Criatura de la noche  y me jura que “es una vuelta de tuerca total, olvidate de Drácula, de Nosferatu, es otra cosa, te la creés del principio al fin”.
A esta altura, moría por verla, pero tuve que esperar un par de semanas para encontrar ese tiempo y ese espacio mental que me permitirían tumbarme sobre el sofá para convertirme por una tarde en un espectador.
Fui al Video Club y pedí "Criaturas de la noche, del sueco Alfredson" y así inicié una serie de equívocos por culpa de una "s" de más. Me encontré con una película en la cual un simpático perdedor que vive de noche quiere que lo dejen entrar todo el tiempo a clubes nocturnos y el destino lo lleva a tener que buscar a un tal Jordan, un elusivo personaje. En la búsqueda se conecta con una vampiresa protagonizada por Asia Argento (lo mejor de la película). Todos mueren y no mueren. Fin.
Algo no me cerraba.
Esta peli era de vampiros, sí, una especie de historieta negra, satírica, pero todos hablaban en francés y yo esperaba una peli sueca con actores suecos en paisajes suecos; y del director sueco, ni hablar: la dirigía un francés llamado Antoine de Caunes. Su historia era apenas aceptable –y yo sólo me conformaba con algo "maravilloso", porque eso había sentenciado De Santis–. Gracias a internet reparé en el error de que había pedido “Criaturas...”, y no “Criatura...”. El error tuvo la complicidad del empleado del video club, ya que le pedí una película sueca y no una francesa.
Con la mejor onda voy y pido la película correcta.
Y esta sí, es maravillosa. Desde la primera escena –en un crudo invierno del Estocolmo de 1981– me dejo hechizar con la historia de un chico, Oskar, y de su nueva vecina, una chica –prestar mucha atención a esta chica –, Eli. Él, con sus padres recién separados y con la fantasía liberadora de matar a los integrantes de la pandilla escolar que lo maltrata. Ella, que se mudó con su papá, es solitaria por su condición de monstruo, pero nada tímida, aunque habla poco y en voz baja. En una escena memorable, entre otras, Oskar le pregunta si tiene en verdad doce años y Eli le dice que sí, sólo que “hace mucho tiempo que tengo doce años”. Sin dar detalles de la trama perfecta, con un final redondo, esta película rondará mi cabeza por mucho tiempo. Está en las antípodas de la estética sonsa y liviana de Crepúsculo. Con toda su carga tenebrosa, es una historia tranquila y para disfrutar con los ojos bien abiertos. 
No carga las tintas sobre nada. Ni falta que hace. 
Me gustó tanto, que decidí ver la versión que hizo la industria norteamericana, en manos del director Mat Reeves. Esta versión, lo dije, mantiene el título de la novela: Déjame entrar. Tiene un presupuesto diez veces mayor que la sueca. Y es diez veces inferior en su calidad. Aún así, es una muy buena película. Porque diez es la diferencia entre algo “maravilloso” y algo “muy bueno”.
Hoy, lunes 2 de abril del 2012, mientras miraba la versión de Reeves, una amiga llama a mi hija: le pregunta donde puede conseguir “la versión de Drácula que hizo tu papá”. Mi hija me pregunta. “En las librerías”, es mi lógica respuesta. Camila se ríe. Sigo mirando Déjame entrar, mientras pienso, luego del llamado que yo también, de algún modo, vivo de la sangre. 

lunes, 19 de marzo de 2012

El pecado

Diez.¿Por qué no contarlo? Un día mi padre me decepcionó. Ambos éramos adultos. No había guerras dialécticas entre nosotros, sólo quería visitarlo en su casa de Lincoln, estar con él y con mamá, muchas veces en silencio, leyendo, tomando mate. Una de esas tardes papá sacó de la heladera sus viejos conceptos bíblicos y dijo: "La mujer trajo el pecado al mundo". Lo dijo como al pasar, en medio de otra cosa, y me quedé frío. "¿Cómo decís eso?" "Lo dice la biblia". Me dolió, me molestó, comprendí también el abismo que había entre nosotros. No lo quise menos por eso, ni dejé de respetarlo, pero sentí la cuchillada helada de la decepción: ya no era la mía una postura de adolescente que quiere rebelarse, no. Acababa de darme cuenta de que mi padre repetía como loro sin conciencia.
Papá, que se sentía perdido si mamá no estaba cerca de él.
Papá, que tenía cuatro hijas mujeres que hicieron mucho por él –mucho más que yo, uno de los hijos varones, por ejemplo –.
Papá, entonces, repetía como loro: "La mujer trajo el pecado al mundo".
Y yo comprendí el daño de la religión, como divide, como deshumaniza: mi padre no podía ligar ese concepto a su realidad doméstica, no comprendía la carga siniestra de esa frase. Un hombre simple y bueno podía decir eso, unir pecado y mujer –es decir juicio, condena y mujer – como si fueran palabras gemelas. Sólo porque algún carcamán milenario lo había escrito alguna vez, para justificar una de las variantes del horrendo poder del más fuerte sobre el más débil.
Hoy escuché hablar a Susana Trimarco, la madre de Marita Verón, secuestrada, víctima de la trata de blancas.
Pienso en el coraje de esa madre.
Pienso que su lucha debería equipararse a la de una abuela y madre de Plaza de Mayo.
Pienso que esta mujer no es más que una mujer con un inmenso coraje, una voluntad arrolladora, un deseo de justicia que la trasciende y la hace símbolo y bandera; y que el mejor símbolo son los hechos; y que hace honor a la vida, y en vez de morir de dolor lucha contra enemigos que se sienten impunes, algo menos impunes ahora.
Pienso que a los inconmensurables criminales que la secuestraron se le unen los cretinos cínicos, cómplices en criminalidad, que son los clientes.
Que hay una lógica inhumana que domina todo esto.
Que policías, políticos, tratantes, jueces, clientes son cómplices.
Que por algún lado hay que empezar. Que Susana Trimarco debe ser más que una madre sola, acompañada de buenas voluntades.
Que el estado debería actuar todos los minutos de todos los días, porque pocos horrores son comparables a este horror. Pero no el estado, no los políticos y nosotros no; nosotros también.
El infierno de las mujeres víctimas de la trata de blancas son los hombres.
A veces solo se puede ser visceral, como cuando John Lennon gritó: "La mujer es el negro del mundo". Entiendo que esta es una frase extraña, pero entiendo también lo que Lennon quiso señalar con ella, más allá de lo políticamente correcto.
Pienso que hay una larga tradición de oscuridad que atenúa este horror en las conciencias. Y que aquellas palabras penosas instaladas en la mente de mi padre, en su difuso campo de creencias, están también instaladas en la sociedad, en gran parte, y ayudan a que los jueces miren para otro lado, los curas se coman la hostia, los policías y políticos y también jueces cobren y se den sus lujos gracias a los prostíbulos, templos de la esclavitud.
Que la justicia los alcance. Que así sea.

domingo, 11 de marzo de 2012

El visitante

Nueve. A veces me olvido de estas cosas inolvidables. Como cuando nos llamaron de la escuela porque Camila se había lastimado en un recreo. Fuimos en ambulancia de la escuela el Hospital Tornú y allí decidieron aplicarle dos puntos en la perilla. Ella se asustó, lloraba –tenía siete años – entonces le dije “Mirá el colibrí”. Había una ventana justo a la altura de sus ojos. “¿Dónde?”. Con fervor de mentiroso le dije “Allí, allí” y ella buscó y, según me dijo, lo encontró. Aún hoy me dice que vio un colibrí mientras la suturaban.
Pero eso no fue lo único: al llegar a casa, un colibrí batía sus alas, agotado, frente a un ventanuco. Creí que estaba imaginándolo, pero no. ¡Había un colibrí dentro de la casa! Había entrado por la puerta abierta que daba a la terraza y no sabía cómo salir del patio techado con policarbonato. Lo tomé con mis manos – el pajarito estaba de veras agotado –; le sacamos una foto, abrí el vidrio y lo solté. La cadena de acontecimientos nos hizo sentir extrañamente reconfortados. Y con la sospecha de que había un hilo que unía cosas fuera de nuestra capacidad de interpretación. 

sábado, 25 de febrero de 2012

Nacimiento de fantasmas

Ocho. Robo el título de esta entrada a una novela de la autora francesa Marie Darrieussecq, aunque el tema que voy a tratar poco tiene que ver con el libro y sí con la realidad. Igual, ya que estamos, la sinopsis de la novela es muy sencilla: un marido desaparece. No se sabe dónde está y esa desaparición lo convierte en una especie de fantasma que habita a la esposa. Las páginas vuelven una y otra vez a las perplejidades que dispara esta ausencia. Sigamos con los fantasmas: más modestamente, en el año 2007 escribí una novela corta titulada ¡Usted es el fantasma! Menos modestamente tomo como un premio  que algunos lectores "peregrinen" hasta esa esquina de Buenos Aires para conocer "la casa que aparece en la novela", un palacete de tres plantas, en Freire y Los Incas, que creí deshabitado. Allí imaginé una historia de fantasmas para reflexionar sobre el paso del tiempo, y más particularmente, del amor en esa etapa de la vida que llamamos "tercera edad". En este mundo bobo donde se nos machaca que las glorias de la vida son para la juventud –las razones de esta bobera exceden las pretensiones de esta entrada, aunque retomaré el tema más adelante – sentí el deseo de hablar de dos ancianos enamorados que se enemistaron poco antes de irse del mundo y ahora, convertidos en fantasmas, erran perdidos y sin paz, buscándose. Con el tiempo descubrí que la casa no estaba abandonada. Varias veces toqué el timbre, sin éxito, siempre acompañado por mi hija menor, que estaba entusiasmadísima con la idea de conocer a los "fantasmas".
Hace una semana sentí una rara resolución, tomé un ejemplar de la novela y, decidido, volví al caserón. acompañado por Camila, ya convertida en una adolescente. Esta vez, desde una ventana del primer piso, me atendió una señora a la que logré convencer de que yo era un ser inofensivo: un escritor. Más confiada, bajó hasta la vereda y al enterarse de mis propósitos y de mi libro, dijo:
–Es verdad que hay fantasmas. Mi prima vio a una pareja, varias veces, sentados en la mesa del comedor. Yo misma, con el rabillo del ojo, a veces los veo moverse, pero en cuanto enfoco la vista, desaparecen.
Fastidiada, me contó de las propuestas que rechaza con frecuencia para filmar películas dentro de la casona. "El último que quiso alquilar la casa fue Adrián Suar", dijo.
A mí, tardaron cinco años en atenderme. Por ser vecinos que viven a su manera, por respeto a ellos, no quiero contar aquí detalles de su recoleta vida. Sólo dejo constancia del gusto que me provoca volver "al lugar del crimen" y confesar, como un bandido, que anduve por allí, robando inspiración, y dejar mi novela en su matrix. Me queda un deseo: que la próxima vez me inviten a conocerla por dentro y acaso ver con el rabillo del ojo esas presencias inquietantes que, por supuesto, no existen.

jueves, 16 de febrero de 2012

Dónde está mi pizza o cómo contar una historia

Séptimo.Las multitudes que se congregan en la pizzería Guerrín impresionan. ¿En qué horno infernal se abastece a tanta masa hambrienta? Anoche nos sucedió algo singular. Pedimos una pizza "familiar de mozzarella con aceitunas negras". A su tiempo, el mozo nos trajo una de mozzarella a secas. En un primer momento pensé que las aceitunas estaban ocultas bajo el abundante queso, pero no. A tres mesas, había dos muchachos perplejos, que miraban, como nosotros, su pizza. En medio del barullo, sucedió la comunicación:
–¿Esa pizza es la que ustedes pidieron? ¿No será esta?
Intercambio de bandejas con sonrisas.
Un cliente se hubiera enojado. (Apotegma para un futuro manifiesto de libertad sobre la sociedad de consumo: "Yo no soy cliente de nadie").Para nosotros, fue un motivo más para carcajear. Formas de tomar la vida.
Eso sí, el mozo no estaba en su día: quince minutos después dejó caer una botella de vidrio y una astilla alcanzó a tocar la pierna desnuda de mi compañera. En ese momento pensé: "Si sale sangre, le hacemos un juicio a Guerrín", mientras miraba la salsa de tomate y elucubraba posibles astucias, siempre imaginarias. De verdad, eso me preocupó, pero no hubo sangre y la noche terminó cuando salió el sol. Por suerte, el Universo no pretende ser original de un día para otro y siempre nos ofrece el mismo ciclo de luz y sombra para que nosotros hagamos allí lo que se nos ocurra. Las pizzas de Guerrín tampoco son originales: son ricas y ofrecen muchas variantes. Lo mismo pienso de la literatura: aquel que no tiene nada para contar, pretende la originalidad y nos regala engendros, algo así como una pizza cruda, con un pulpo podrido y vagabundeo creativo a las finas hierbas, en porciones para anoréxicos. Humildemente: cuenta tu historia, que será una variante, en su medida, de la vieja historia que empezó a contar el poeta anónimo de Gilgamesh, hace cinco mil años, o el múltiple Homero, hace treinta siglos. Y qué vivan por siempre los maestros pizzeros de Guerrín.