martes, 3 de abril de 2012

El cuaderno blanco de papá

 

Doce. Este es el cuaderno blanco de papá, no hay una sola palabra escrita por él, aunque las primeras hojas están sucias, tienen manchas de barro, manchas de algo; demuestra que estuvo expuesto a la intemperie, y que no era para mi padre un objeto muerto. No, papá quería este cuaderno, quería escribir en él, lo llevaba consigo, no estaba guardado en un cajón, paseaba con el cuaderno en el parque, lo dejaba en la mesa, al rayo del sol o bajo la sombra. Iba con su cuaderno blanco de aquí para allá, por si algo lo asaltaba, por si sus manos dejaban de temblar, por si un relámpago estallaba. Pero no. El cuaderno quedó en blanco.
Luego de recoger sus cosas en el geriátrico lo descubrí dentro de una bolsa junto a sus libros. Lo abrí dispuesto a encontrarme con un tesoro, sus reflexiones, el velo descorrido de sus pensamientos ante los días penumbrosos que antecedieron al fin. Pero solo vi el blanco y la suciedad de las primeras hojas.
No estoy triste, no estoy como esperaba. Incluso hay momentos en que me descubro iluminado por una extraña felicidad con lágrimas que se resisten a salir. No sé que fue, qué es, cómo debería ser. Sé apenas que me asombró tocar su frente fría y lo pequeño, lo diminuto que me parecía su cuerpo en el cajón. Su cara, en cambio, era toda una carota algo hinchada y me costó reconocerlo ante la blancura del maquillaje, los polvos. Tenía el bigote algo crecido, pelos en las orejas –siempre me asombró que no descubriera lo importante de quitarse los pelos de las orejas –. Pero su cuerpo de cien kilos, y metro ochenta se había encogido. Papá muerto parecía un enano seco, sin jugo, solo su gran cabeza de abuelo sepia, su cara de foto antigua.
No puedo decir que me disgustó algo en particular: sí el frío de su frente. Sin embargo, al momento de retirarlo de la sala mortuoria, le di un beso en la mejilla, impulsado por una ternura nueva. Comenzaba a sentir a mi padre de un modo distinto: la ternura de su recuerdo. Una fuente de pensamientos nuevos pugnaba por abrirse camino entre las frases hechas, las fórmulas, las repeticiones que uno no puede sortear en estas circunstancias. Pero había algo más grande detrás de los saludos, las conversaciones breves y sentidas o no, aires frescos que necesitaban ser lanzados al espacio exterior.
Y luego vi el cuaderno y pensé que papá hizo un esfuerzo tardío por escribir en él y que no pudo. Había escrito mucho, no sé que habrá sido ahora de sus otros cuadernos, que leí de manera fragmentaria. Pero no los cambiaría por este cuaderno sin escritura. No puedo saber que hubiera escrito él, tal vez comprendió que no hay palabras, que al fin las palabras son una herramienta humana y él, que lloró mucho los dos últimos días, comprendió que se acercaba al silencio y que si hay algo que no admite el silencio, son palabras.
El gran, gran silencio estaba ante sus ojos y sus ojos lloraban. Entonces pronunciaba algunas quejas: que se iba a quedar ciego, que ya no podía leer, que no podría caminar. Todo eso decía, pero no decía: voy a morir mañana o quizá esta noche. Seguía hablando de futuros hipotéticos: tendré que aprender braille, decía. Él, que hacía años que no tenía paciencia para aprender nada. Y sin embargo lloraba y ahora pienso que ese llanto ante sus hijos era su propio duelo, que se estaba llorando: papá se lloraba, papá se despedía así de su forma humana, que se extinguía inevitablemente.
Dónde te encontraré, papá. Estoy seguro que habrá lugares donde podré visitarte. No diré en mi corazón, no lo diré, pero es lo que digo dando vueltas.
No me gustó como te fuiste. Te quiero. Sí, en mi corazón. Seré tu capullo. Te protegeré de mi olvido. Y seré yo y seré vos, tu cuaderno blanco, el que ahora escribo, mi vida.

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